Como señala Alejando Sanchez Vidal en su obra
“BARTOLOMÉ´JOSE GALLARDO.PERFIL LITERARIO Y BIOGRÁFICO”
“Un representante del tradicionalismo como Marcelino Menendez y Pelayo
fue extremadamente crítico con él en su juvenil
“Historia de los heterodoxos españoles”, pero con el tiempo
fue dejando de lado sus discrepancia política y llegó a
reconocer plenamente la talla intelectual de Gallardo”
Reproducimos la narración del autor de la Historia de los Heterodoxos que aparece en el Libro séptimo, Capítulo II:
Historia de los heterodoxos españoles
Marcelino Menéndez y Pelayo
Libro Séptimo
Capítulo II
La heterodoxia en las Cortes de Cádiz.
...
Más recia y trabada pelamesa fue la del Diccionario crítico-burlesco. Con título de Diccionario razonado, manual para inteligencia de ciertos escritores que por equivocación han nacido en España, habíase divulgado un folleto contra les innovadores y sus reformas; obra de valer escaso, pero de algún chiste, aparte de la resonancia extrema que las circunstancias le dieron. Pasaban por autores los diputados Freile Castrillón y Pastor Pérez. Conmovióse la grey revolucionaria, y designó para responder al anónimo diccionarista al que tenían por más agudo, castizo donairoso de todos sus escritores, a D. Bartolomé José Gallardo, bibliotecario de las Cortes.
Este singular personaje, tan erudito como atrabiliario y cuyo nombre, por motivos bien diversos, no se borrará fácilmente de la historia de las letras castellanas, era extremeño, nacido en la villa de Campanario el 13 de agosto de 1776. Había estudiado en Salamanca por los mismos años que Quintana, pero prefiriendo en la escuela salmantina lo más castizo y lo que más se acercaba a los antiguos modelos nacionales. Raro conjunto de extrañas calidades, sus ideas eran las de su tiempo, enciclopedistas y volterianas; pero su literatura nada tenía de galicista, dominándole, por el contrario, un como prurito de ostentar gusto español y hasta frailuno, aunque el suyo era muy del siglo XVII y muy decadente, por no andar bien hermanados en su cabeza el buen gusto y la erudición inmensa. Ya desde su mocedad era un portento en achaque de viejos libros españoles, que sin cesar hojeaba, extractaba, copiaba o se apropiaba, contra la voluntad de sus dueños, con mil astucias picarescas, dignas de más larga y sazonada relación. Incansable en la labor bibliográfica de papeletas y apuntamientos, era tardo, difícil y premioso en la composición de obras originales, por lo cual venían a reducirse las suyas después de largos sudores, a breves folletos, por lo general venenosos, personales y de circunstancias, en que la pureza y abundancia de lengua suelen ser afectadas; el arcaísmo, traído por los cabellos, y el estilo, abigarrado, ora con retales de púrpura, ora con zurcidos de bajísima labor, siendo más los descoyuntamientos de frase y los chistes fríos y sobejanos que los felices y bien logrados. Varón ciertamente infatigable y digno de toda loa como investigador literario y algo también como gramático y filólogo (si le perdonamos sus inauditos caprichos), mereció bien poca como escritor ni literato en el alto sentido de la palabra, por más que los bibliófilos españoles, venerando su memoria como la de un santón o padre grave del gremio, hayamos llegado a darle notoriedad y fama muy superiores a su mérito y al aprecio y estimación que alcanzó en vida.
Algunos versos ligeros, pero de buen sabor castellano, y una ruidosa defensa de las Poesías de Iglesias, que fue recogida por el Santo Oficio, había dado a conocer a Gallardo cuando aún cursaba las aulas salmantinas. Ya en Madrid, y protegido especialmente por Capmany, de cuyas aficiones y aun rarezas gramaticales participaba, inauguró su carrera con reimpresiones de libros antiguos, como El Rapto de Proserpina, de Claudiano, traducido por el Dr. Francisco de Faria; con versiones de libros franceses de medicina, en las que luce extraordinaria pulcritud de lengua, y, lo que es más extraño, con un tratado de oratoria sagrada, que llamó Consejos sobre el arte de predicar (1806). En Sevilla quiso formar parte de la redacción de El Semanario Patriótico; pero, rechazados sus primeros escritos por Quintana y Blanco, declaróse furibundo enemigo de la pandilla quintanesca, y, aunque liberal exaltado, hizo campo aparte, pretendiendo extremarse por la violencia de su lenguaje. Cierta paliza dada en las calles de Cádiz por el teniente coronel D. Joaquín de Osma al celebérrimo individuo de la Junta Central D. Lorenzo Calvo de Rozas (1811), dio ocasión a Gallardo para su primer triunfo literario con el sazonadísimo folleto que tituló Apología de los palos, por el bachiller Palomeque, obrilla digna de asunto menos baladí; pero que, así y todo, entretuvo por muchos días a los ociosos de Cádiz y encumbró a las estrellas la fama de satírico del autor.
Mucho menos vale el Diccionario crítico-burlesco, librejo trabajosamente concebido y cuyo laborioso parto dilatóse meses y meses, provocando general expectación, que en los mejores jueces y demás emunctae naris vino a quedar del todo defraudada, siquiera el vulgacho liberal se fuera tras del nuevo engendro, embobado con sus groserías y trasnochadas simplezas. Cualquiera de los folletos de Gallardo vale más que éste, pobre y menguado de doctrina, rastrero en la intención, nada original en los pocos chistes que tiene buenos. Ignaro el autor de toda ciencia seria, así teológica como filosófica, fue recogiendo trapos y desechos de ínfimo y callejero volteranismo, del Diccionario filosófico y otros libros análogos, salpimentándolos con razonable rociada de desvergüenzas y con tal cual agudeza o desenfado picaresco que atrapó en los antiguos cancioneros o en los libros de pasatiempo del siglo XVI. Burlóse de los milagros y de la confesión sacramental, ensalzó la serenidad de las muertes paganas, comparó (horribile dictu) el adorable sacramento de la eucaristía con unas ventosas sajadas; manifestó deseos de que los obispos echasen bendiciones con los pies, es decir, colgados de la horca; llamó a la bula de la Cruzada el papel más malo y más caro que se imprimía en España, y los frailes, peste de la república y animales inmundos encenegados en el vicio; de los jesuitas dijo que no había acción criminosa ni absurdo moral que no encontrase en ellos agentes, incitadores, disculpa o absolución; puso en parangón la gracia divina con la de cierta gentil personita y graduó al papa de obispo in partibus, con otras irreverencias y bufonadas sin número.
Semejante alarde de grotesca impiedad, todavía rara en España, amotinó los ánimos contra Gallardo, a quien hacía más conspicuo, aumentando gravedad al caso, su puesto oficial de bibliotecario de las Cortes. Impreso el Diccionario, meses antes de circular, lograron hacerse con un ejemplar los redactores de El Censor, y publicaron una denuncia anticipada, de la cual quiso defenderse Gallardo con un papelejo que llamó Cartazo al censor general, donde burlescamente se queja de que «a su amado hijo le canten el gori gori antes de haber nacido». Preparados así los ánimos, comenzó a circular el Diccionario, acreciéndose con esto los clamores y el escándalo. Predicó contra él D. Salvador Jiménez Padilla, que hacía el septenario de San José en la iglesia de San Lorenzo; y un extravagante, aunque bien intencionado personaje, que decían D. Guillermo Atanasio Jaramillo, hizo fijar por las esquinas un cartel de desafío, que, por lo inaudito y característico, debe transcribirse a la letra: Verdadero desafío que para el 27 de este mes de abril, a la una del día, frente a la parroquia de San Antonio, emplaza un madrileño honrado al infame, libertino, hereje, apóstata y malditísimo madrileño, monstruo, abismo de los infiernos, peor que Mahoma, más taimado que los llamados reformadores, discípulo de la escuela de los abismos. Y en un desaforado y estrambótico folleto, que divulgó por los mismos días que el cartel, ofrecía «con razones contundentes aterrar, confundir y deshacer al autor del Diccionario, comprometiéndose, si el Gobierno lo llevaba a bien, a convertir este desafío en el de sangre, y allí mismo verter toda la de su podrido corazón para que se viese que ni los perros la osaban lamer.»
En pos de este frenético, dirigió nuevas provocaciones a Gallardo un oficial de la Guardia Real, que fue con la punta de la espada quitando cuantos carteles hallaba al paso. Imprimióse una petición dirigida a las Cortes contra el libertinaje descubierto en el «Diccionario crítico-burlesco», solicitando nada menos que excluir a Gallardo del número de los ciudadanos (como primero y escandaloso transgresor de las leyes constitucionales, que ponían a salvo la majestad de la religión) y quemar su libro por la mano del verdugo.
En sesión secreta de 18 de abril de 1812 comenzaron las Cortes a tratar del impío y atrocísimo libelo de Gallardo, resolviendo casi unánimemente que «se manifestase a la Regencia la amargura y sentimiento que había producido en el soberano Congreso la publicación del Diccionario, y que, en resultando comprobados debidamente los insultos que pueda sufrir la religión por este escrito, proceda con brevedad a reparar los males con todo el rigor que prescriben las leyes, dando cuenta a Su Majestad las Cortes de todo para su tranquilidad y sosiego».
Don Mariano Martín de Esperanza, vicario capitular de Cádiz, representó enérgicamente a la Regencia contra el Diccionario, mostrando como inminente la perversión de la moral cristiana si se dejaba circular tales diatribas contra la Iglesia y sus ministros. Pasó la Regencia el libro a la junta de Censura, y fue por ella calificado de subversivo de la ley fundamental de nuestra Constitución..., atrozmente injurioso a las órdenes religiosas y al estado eclesiástico en general y contrario a la decencia pública y buenas costumbres. El día 20 se mandó recoger el Diccionario, y era tal la indignación popular contra Gallardo, que para sustraerse a ella no encontró medio mejor que hacer que sus amigos le encerrasen en el castillo de Santa Catalina; simulada prisión, que compararon en zumba sus enemigos con la héjira de Mahoma a la Meca.
De pronto, la escondida y artera mano de las sectas cambió totalmente el aspecto de las cosas. Gallardo en su prisión (que él llamaba, no sin fundamento, presentación voluntaria) se vio honrado y agasajado por lo más selecto de la grey liberal, y hasta por alguna principalísima señora, cuya visita agradeció y solemnizó él con la siguiente perversa décima, inserta en el Diario Mercantil, de Cádiz el 2 de marzo de 1812:
Por puro siempre en mi fe
y por cristiano católico,
y romano y apostólico
firme siempre me tendré;
y aunque encastillado esté,
aunque más los frailes griten
y aunque más se despepiten,
mientras que de dos en dos,
en paz y en gracia de Dios,
los ángeles me visiten.
Y, si bien los innovadores más moderados tachaban de imprudencia la conducta de Gallardo por haberse arrojado a estampar cosas que aún no era prudente ni discreto decir muy alto en España, y otros recelaban que aquella temeridad fuera causa de tornar a su vigor el Santo Oficio, parece que todo a una, y como movidos por oculto resorte, hicieron causa común y apretaron filas para la defensa, si bien de un modo paulatino y cauteloso por no ir derechamente contra los decretos de los obispos, que ya habían comenzado a prohibir en sus respectivas diócesis el Diccionario por impío, subversivo y herético o próximo a herejía.
Cerrado así el camino de la defensa franca y descubierta, no quedó otro recurso a los periódicos apologistas de la causa de Gallardo sino emprenderla con el Diccionario manual, pretexto de la publicación del Diccionario crítico, y delatarle como anticonstitucional, para distraer la atención y apartar la odiosidad del lado de Gallardo. Prestóse dócil la Junta de Censura a tal amaño, y condenó el Manual (que libremente circulaba un año había) so pretexto de minar sordamente las instituciones que el Congreso nacional tenía sancionadas.
Tras esto presentó Gallardo (trabajada, según su costumbre, a fuerza de aceite y en el larguísimo plazo de treinta días) una apología aguda e ingeniosa, pero solapada y de mala fe, en que están, no retractadas, sino subidas de punto, las profanidades del Diccionario con nuevos cuentecillos antifrailunos. Semejante defensa, que a los ojos de los católicos debía empeorar la causa de Gallardo, bastó a los de la Junta de Censura para mitigar el rigor de la primera calificación, declarándole casi inocente en una segunda, con la cual se conformó el autor, prometiendo borrar algunas especies malsonantes.
Volvió el asunto a las Cortes, y en la sesión pública de 21 de julio de 1812, el diputado eclesiástico Ostolaza, varón no ciertamente de costumbres ejemplares (lo cual ya le había valido, y le valió después, reclusiones y penitencias), intrépido y sereno hasta rayar en audaz y descocado, pero no falto de entendimiento ni de cierta desaliñada facundia, presentó una proposición para que el juicio del Diccionario no se diera por terminado con la benigna censura de la Junta de Cádiz, sino que recayera en él nueva y definitiva calificación de la junta Suprema. No quiso conformarse con ello D. Juan Nicasio Gallego, a quien apoyaron otros cuatro diputados y el mismo presidente y los curiosos de las galerías, que acaudillaba el Cojo de Málaga, empeñados todos en hacer callar por fuerzas a Ostolaza, grande enemigo de la libertad de imprenta. No intimidaron los gritos ni las alharacas a otro eclesiástico llamado Lera, que, interrumpido veces infinitas por el presidente, logró con todo eso llegar al cabo de su peroración, reducida a escandalizarse de que un servidor del Poder público a quien acababa de dotarse con tan gran sueldo saliera burlándose de lo que la nación amaba más que su propio ser y que su independencia y hablando con tan injurioso desacato de las sagradas religiones y del vicario de Jesucristo.
Levantóse a responder a Lera el joven y después famoso conde de Toreno, D. José María Queipo de Llano, a quien ya D. José María Queipo de Llano, a quien ya había dado notoriedad envidiable la parte por él tomada en el levantamiento de Asturias contra los franceses y la comisión que entonces desempeñó en Londres para procurar la alianza y los socorros de Inglaterra en pro del alzamiento nacional. Era Toreno varón de altísimas dotes intelectuales, firme y sagaz, enriquecido con varia lectura, pero contagiado hasta los tuétanos por la filosofía irreligiosa del siglo XVIII, cuyos principios le había inoculado un monje benedictino abad de Montserrete, que le comunicó el Emilio y el Contrato social cuando apenas entraba en la adolescencia. Toreno, pues, tildó a Ostolaza y a Lera de falta de sinceridad, de alejarse, por falso celo, del espíritu de lenidad que respiran los sagrados Libros y de profanar el santuario de la verdad (las Cortes) con palabras de sangre y fuego . Y opinó que no había lugar a deliberar sobre la proposición de Ostolaza por ser contraria a la libertad de imprenta. Así se acordó antes de levantarse la sesión, entre un murmullo espantoso, que ahogó la voz de Ostolaza cuando, encarándose con los periodistas de las tribunas, los llamó charlatanes que habían tomado por oficio el escribir, en lugar de tomar un fusil, y que vergonzosamente querían supeditar al Congreso.
A pesar de tan ruidosa algarada, otro diputado, D. Simón López, volvió a intentar, en la sesión de 13 de noviembre, la misma empresa que Ostolaza, proponiendo a las Cortes separar inmediatamente a Gallardo de su oficio de bibliotecario y transmitir a la Regencia órdenes severísimas que atajasen las frecuentes agresiones periodísticas contra el dogma y la disciplina. Pidieron otros diputados que se leyesen el edicto del vicario capitular de Cádiz y las condenaciones fulminantes por los obispos. Desatáronse contra esto los liberales, especialmente Calatrava y Toreno, muy condolidos de que el Congreso se ocupase en tales necedades, cual si de ellas pendiese la salvación de la patria.
Para entorpecer de nuevo el curso de la acusación y salvar a Gallardo, ocurriósele al diputado Zumalacárregui presentar en la sesión de 20 de noviembre una proposición de no ha lugar a deliberar, que se votó por exigua mayoría, y con la cual pareció terminado el asunto y salvado de las garras del fanatismo el inocente Gallardo.
Pero no fue así, porque, reunidos treinta diputados absolutistas, formularon una especie de protesta con nombre de Carta misiva, que vino de nuevo a enzarzar los ánimos. Zumalacárregui la denunció a las Cortes en 30 de noviembre, y a propuesta de Argüelles y de Toreno, se nombró un especial que procediese contra los firmantes o contra el verdadero autor de la carta, si es que las firmas eran una superchería. La comisión opinó que el asunto pasase a la Regencia, y de ésta a la junta de Censura, donde se averiguó que el original había sido entregado en la imprenta por el diputado D. Manuel Ros, doctoral de Santiago.
Enteradas de estas pesquisas las Cortes en 2 de diciembre, propuso Zumalacárregui que se procediese criminalmente por el Congreso mismo contra el diputado Ros en el término preciso de quince días. ¡Tanto ardor ahora y tanta indiferencia cuando se había tratado del Diccionario! Hablaron con vigor Ostolaza y D. Bernardo Martínez, llegando a decir el segundo que sólo había intolerancia para los que defendían la religión; palabras que se negó a retirar o a explicar por mucho que el presidente se empeñase en ello instigado por Calatrava y Golfin. Quejóse Larrazábal de aquella verdadera infracción de la ley de imprenta y de la majestad del diputado; pero la mayoría decidió, como decide en todo, y Ros fue condenado, arrestado cerca de un año y arrojado, al fin, del Congreso como indigno de pertenecer a la representación nacional. Júntese esta nueva tropelía a las muchas que afean la historia de aquellas Cortes regeneradoras .
El triunfo de Gallardo fue completo, y sus amigos se ensañaron atrozmente con el infeliz Jaramillo, hasta encerrarle en una prisión por largos ciento cincuenta días (a pesar de haberle declarado demente), hasta que el tedio del encierro y la pena de presidio con que le amenazaron le hizo suscribir una retractación de su pasquín de desafío dictada por Gallardo y sus amigos. Apenas se vio libre, publicó en un folleto, que llamó Inversión oportuna, los pormenores de cuanto le había acaecido, y, temeroso de nuevas persecuciones, huyó de Cádiz, anticipandose a la pena de destierro que le había sido impuesta. Al vicario capitular que había condenado el Diccionario le entregaron las Cortes al juzgado secular, que le tuvo en prisiones seis meses sin forma alguna de proceso. ¡Deliciosa arbitrariedad, que sin escrúpulo podemos llamar muy española!
Así terminó este enojoso incidente, que he querido narrar con todos sus pormenores, a pesar de la insulsez del libro, porque aquélla fue la primera victoria del espíritu irreligioso en España, quedando absuelto Gallardo y descubierta bien a las claras la parcialidad del bando dominante en el Congreso y el blanco final a que tiraban sus intentos.
Temeridad hubiera sido en ellos proponer, cuanto más sancionar, la libertad religiosa, temeridad bastante a comprometer el éxito de su obra. Parecióles mejor y más seguro amparar bajo capa toda insinuación alevosa contra el culto, que en la ley declaraban único verdadero, y dejarle desguarnecido de todo presidio, con echar por tierra la jurisdicción del Santo Oficio, único tribunal que podía hacer efectiva la responsabilidad de los delitos religiosos. Fue letra muerta la ley constitucional, espantajo irrisorio la Junta Suprema de Censura, y comenzó a existir de hecho no la tolerancia ni la disparidad de cultos, cosa hoy mismo sin sentido en España, sino lo único que entre nosotros cabía: la licencia desenfrenada de zaherir y escarnecer el dogma y la disciplina de la Iglesia establecida; en una palabra, la antropofagia de carne clerical, que desde entonces viene aquejando a nuestros partidos liberales, con risa y vilipendio de los demás de Europa, donde ya estos singulares procedimientos de regeneración política van anticuándose y pasando de moda; el lancetazo al Cristo, que ningún héroe de club o de barricada ha dejado de dar para no ser menos que sus aláteres en lo de pensador y despreocupado.