Bartolomé José Gallardo
 
 
 
ideoLOGÍA DE B.J. GALLARDO
¿A parte de su pasión bibliográfica, cuál era la ideología de Bartolomé José Gallardo? 

Nos aproxima a ella Juan Marqués Merchan que en su libro “Don Bartolomé José Gallardo. Noticia de su vida” de 1921 dedica dos capítulos a esta cuestión.

Como dice el autor «En la obra total de Gallardo es preciso considerar la estética, la crítica y la concepción del problema nacional»

Por su interés, desde nuestro punto de vista, reproducimos estos dos capítulos.
IDEARIO

A fines del mes de Junio ha tornado a su dehesa don Bartolomé José Gallardo; viene todo impregnado de un grande decaimiento moral y físico; apenas hace nada; solo pasea marrido por las breves cuestecillas de su heredad, ásperamente ocioso. Ya no es aquel mocetón batallador y altivo, de atrevidos modales y agresiva palabra, de otros tiempos; su ánimo brioso y brillante se ha hundido sin remedio en las más obscuras regiones de la melancolía; un pavor enfermizo le agita de continuo: su varonil empaque, ha tomado un aspecto doblegado y taciturno; su tez un tinte macilento.... Dejémosle reposar mansamente, aquietarse un instante en su fatiga, e intentemos, adentrándonos en su obra, conocerle e interpretar el desgarramiento de su espíritu reflejado en ella; las diversas modalidades de su alma, sus reconditeces sutiles; sus avanzadas ideas, sus quijotescas aventuras, sus impulsos regeneradores, su afán de bien para la pobre España. 

Desglosemos. En la obra total de Gallardo es preciso considerar, la estética, la crítica social y la concepción del problema nacional. 

El primer concepto que arroja el análisis de sus libros, es un profundo amor a 1a libertad. Este sentimiento está extraordinariamente arraigado en él: Por la  libertad ha padecido sinsabores infinitos y penosas dolencias; a base de libertad quisiera regenerar la patria; pensando como Cervantes, más de una vez aventuró la vida par la libertad: «al pronunciar esta dulce voz—dice — ¿qué humano pecho no se siente animado de un espíritu casi celestial?» «en tratando de libertad, toda criatura habla con noble entusiasmo y abundancia de corazón». Desea Gallardo la libertad en todas las esferas. Y en todos sus aspectos; frecuentemente preconiza las excelencias de la libertad religiosa, de la libertad de pensamiento, de la libertad de imprenta. El progreso lo exige; lo ordena la luz de la razón. Vivamos nuestro tiempo, no seamos espíritus caducos; adaptémonos a las exigencias de la época. La literatura evoluciona; también el lenguaje; no impongamos despóticamente el de tiempo alguno; la corriente común determina el más adecuado, «que el uso es el  soberano legislador de las lenguas en las cuales priva altamente el  derecho consuetudinario. Los idiomas son obra artificial y voluntaria de puras convenciones sociales y de los fallos pronunciados ante el tribunal del público en virtud de este derecho, no hay apelación.» El estilo de Gallardo tiene un picante sabor quevedesco, y un casticismo y graficidad sorprendentes; (I) a ratos sereno y reposado, a ratos nervioso, es siempre preciso, suelto y flexible. Más no emplea el mismo en todas sus obras: «como la propiedad del estilo pide que se atienda no solo a la persona que habla—dice—sino más aún a la persona con quien habla, yo he procurado no perder nunca de vista los sujetos a quienes  enderezo la plática». 

«Es preciso hablar a cada uno en su lenguaje; porque gastar fililies y primores de estilo, con ciertas gentes, vendría lo mismo que a la burra las arracadas.»

Al espíritu de amplísima libertad que alienta en toda la obra de Gallardo, va unida su aversión a la cleriguesca, quiste social que carcome el alma española. Odiala por retrógrada y por absurda, por  que «trata de vedarnos el uso del pensamiento, y cuando necesitamos ver más claro, apretamos nudo sobre nudo la venda del error»: «má s ya no es tiempo—dice—estamos muy desengañados: hemos aprendido mucho en la escuela de la desdicha.» «Quisieran ellos continuar  en el alto señorío que se han arrogado, del pensamiento, expidiendo de su mano las liccencias de pensar; negándolas  o reocgiéndolas a los que no sean ángeles de su coro.» Por eso tratan de sofocar «el grito de ¡viva la libertad! ¡abajo los tiranos! al clamor rabioso de heregía, heregía!»

Hay que luchar contra esa negra banda «de optimistas apasionados de otros tiempos, y tétricos pesimistas del presente orden de cosas, los cuales están empeñados en persuadirnos, que la máquina de este mundo no podía andar mejor que andaba: y no es sino que rodaba la bola en derecho de su dedo.» Para ellos no hay más que una obra respetable: la Biblia: «que es un libro muy santo y muy bueno, pero no es una enciclopedia o repertorio universal de ciencias, artes y oficios, donde haya de acudir el gañán para saber de arache y cavache, el minero para buscar 1a veta, y el médico para encontrar el remedio de nuestros males.» No, no; tengamos atrevimiento, tengamos audacia, defendámonos de esos cuervos malignos que han de pugnar «por sacar los ojos a los que ven claro, para tener el orbe a media luz, o dejarle a buenas noches.» Gallardo sabe que no es este combate cosa nueva; que tiene antiguas v profundas raices; por eso se lo cxplica como un fenómeno histórico. «La lucha de 1a luz y las tinieblas había de renacer, lucha terrible y porfiada que apenas deja tal cual respiro a las naciones y que empezó con el mundo y con el acabará.»

Su crítica social—otra de las características de la obra de Gallardo—está dispersa por las sabrosas páginas del Diccionario Critico- Burlesco, y papeles posteriores. (II) La corrupción política  de España es uno de los males que obsesionan a Gallardo de continuo. Aquí la política, lo que antaño decíase alta política, «que no debiera ser sino. la suprema ley del bien de la república», no es más que «un comodín para saltar par lo más alto de la razón y de la justicia, llevando las leyes do quieran reyes, para que estos o sus ministros, logren las más chocantes pretensiones». «En España, desde el tiempo de Felipe II, y acaso antes, siempre se ha llamado razón de Estado, a las cosas que no son de razón ni de estado, sino conveniencia propia», y los mismos «galipardistas que dicen alta-política, dicen también alta-policía», frase con la que encubren los desaguisados y arbitrariedades que perpetran. 

La correspondencia epistolar que siempre ha sido mirada como un sagrado al que no es licito tocar, se viola indecorosamente, y esto que «en los tiempos de despotismo se tenía por un sacrilegio, se ha tenido en los tiempos que llamamos de libertad por un escrúpulo de monja». Algunos patriotas declaman furiosamente contra tal providencia condenándola como un atentado escandaloso contra las leyes y la moral pública». Se alborota la gente, se censura al gobierno, y el asunto pasa a las Cortes, donde se trata solemnemente. Allí «hubo aquello, de proposición, admisión, discusión, votación .... y aun no sé si hubo resolución. (¡Oh pícara ironia!) (entre tanto las cartas se interceptaban, las cartas se abrían)—Pero señor ¿para qué, porqué se abren las cartas?—¿Para qué?, para saber su contenido. ¿Porqué? claro está, por la alta policía.» La alta policía excusa los atrevimientos más enormes, la alta policía justifica las medidas mas temerarias;  «vive, supongamos en la corte, un escritor arrojado de estos que ni temen ni deben, y se sabe que va a publicar verdades algo duras de pelar. Entonces entra la alta policía, me coje al autor, y me lo arroja al Ponto como Cesar al otro poeta narigón, y allí que plaña endeche o invective, como mas rabia le dé. Hay alguna persona que, merced a algún manto de seda que rugió de por medio, da en fecha a algún mandarín. como si dijéramos a algún regente que fue. Aquí de la alta policía. Venga acá el P. R... «Padre a Fulano que vive en tal parte.—Basta señor, sé mi oficio». El P. R... junta sus agarrantes, toma su habano y su chafarote, y dice: «Ha de mi gente! tantos a vanguardia, cuantos a retaguardia. A él». Dicho y hecho; se da el golpe de mano; me pillan a mi hombre vivito, y me le llevan como un Cristo; zámpanle en la trena, sin comunicación, porque no se sepa.—Que se sabe luego.—Chillan los buenos: «injusticia, ¡atentado!, ¡despotismo! » Redimen al cautivo. ¿Por qué estuvo preso el patriota Tal?— No se sabe, por alta policía» . 

Ama Gallardo apasionadamente la libertad de imprenta, «que este es un derecho imprescriptible, pues así como a cualquier ciudadano le está concedido el uso de la palabra, debe estarle igualmente el de 1a imprenta, para que todos contribuyan a la pública ilustración y urbano pasatiempo, ya sembrando verdades, ya estirpando errores, celebrando virtudes y vituperando vicios». Si es necesaria la censura, como no puede  menos de serlo en determinados casos, empléese, pero francamente, con entera igualdad, sin arbitrariedades: «fuera prestigios donde quiera que haya abusos; hay lugar a la censura». Con la libertad se engrandecen los pueblos; Inglaterra ,la nación idólatra de la 1ibertad, con la de imprenta ha  llegado al más, alto grado de saber y poderío .» Imitémosla,  y «si podemos caminar por sendas de flores. No caminemos por entre espinas y abrojos»..



(I) Don Bartolomé José Gallardo figura en el catálogo de Autoridades de la Lengua de la Real Academia Española.
(II) Tanto las ideas y opiniones de Gallardo expuestas en este capítulo como las que se apuntan en otros posteriores, están entresacadas del Diccionario Crítico Burlesco. La contestación, Cartazo al Censor, Apología de los Palos, Cuatro Palmetazos, A los electores de diputados por la provincia de Madrid, El Criticón, etc. 




LA ESPAÑA DE GALLARDO

¿Cómo ve Gallardo el problema de España? España es un país desgraciado; en la mayor parte de sus pueblos y aldeorrios, «todos los vecinos ponen la señal de la cruz por no saber firmar; no hay libros en ellos, a lo sumo se encuentran «el breviario del cura, el catecismo, algún Belarmino, o el David perseguido y alivio de lastimados». «De la cosecha. que el útil labrador recoje con afán y sudor, entre clérigos y frailes, se llevan para Dios el doble de lo que se tributa al Cesar: ¡y al pobre labrador le quedan apenas los granzones!!!» «En la corte como en los cortijos, siempre son mucho más los papamoscas curiosos y los necios que los discretos». «El título de filósofo es un apodo, y un dicterio al dictado de moderno». 

«La prensa es huera; los periodistas tienen un estilo perisológico de bombo y de tambora» ; toda la bazofia que lanzan los «jerigonzantes del día en las falanges columnarias de nuestros periódicos, deja los oídos llenos de estruendo y el alma vacía de sentido»,  «La literatura es una perra carrera» y «cute la canina a los que la siguen ... En España existe un germen de bondad, «pero las verdades que se saben, o que hay que aprender, son más sin comparación, que los errores que olvidar » 

¿Cómo, de qué manera hemos llegado a este estado de postración, de abatimiento, de ruina? Gallardo vé la causa de situación tan aflictiva, en la intransigencia religiosa, que ha cerrado las puertas de 1a patria, a cuanto significó innovación o adelanto. Al regresar de Francia, trae Gallardo un aura de civilización y de progreso, e intenta—extirpando tan abominable sistema que nos privara de las gloriosas flores de la filosofía—remozar el espíritu caduco de la patria, con la feraz semilla de las ideas nuevas. Entonces dá un hermoso toque de rebata con el Diccionario Crítico Burlesco, haciendo sonar todas las ergástulas en que yace amodorrado el espíritu español; mas solo consigue levantar contra él inmunda tolvanera de dicterios, y persistentes ataques, que le fuerzan a dolerse de esta violencia a protestar elocuentemente, transido de despecha y de amargura: «cuando desde el negro Torquemada, es decir, cuando hace tres siglos que casi no tenemos un filósofo, un sabio de primer orden en ninguna línea; cuando el español que quería pensar tenía que encerrarse debajo de cien cerrojos, y aún no estaba seguro de los esbirros del despotismo espiritual, cuando en fin las trabas puestas a los ingenios nos habían arrocinado en términos que si ya no andábamos a cuatro pies, era por un favor especial de la providencia (de Dios para que todos me entiendan); hacer tales recriminaciones a 1a filosofía y al libre pensar, es la más clásica de las injusticias, sino la más chocante de las necedades".  (I) 

La formidable coacción de pensamiento que los españoles han sufrido en el decurso de varios siglos, ha ocasionado la ignorancia madre de nuestra ruina moral y origen de nuestra decadencia; «por menos ilustrados no hemos sido más virtuosos». «Las sendas de la Virtud, para que podamos bien seguirlas, han de estar alumbradas por la luz de 1a sabiduría. El entendimiento guía a la voluntad: con los ojos vendados y la cadena al pie, no se puede hacer gran jornada en el camino de la perfección».

«El origen primordial de los males públicos es la misma confianza con que  la nación ha puesto su causa en manos de ciertos rábulas nebulones; ha fiado la administración de sus tesoros a sórdidos y rapaces publicanos; ha confiado ciegamente la salud pública a curadores que nos han hecho tragar el veneno del despotismo, confeccionado exquisitamente en doradas píldoras de libertad». «El heroico pueblo español, esperando el bien ha sufrido el mal, conllevando resignado los rudos experimentos que han hecho de sus fuerzas y de su sangre los ávidos sicofantes, que oficial u oficiosamente, se han encargado de su régimen político y económico» porque lo que ha faltado «ha sido entendimiento, o voluntad en los que dueños de la general y absoluta que se les confió, desde luego, no han usado de ella debidamente; en una palabra, nuestro mal ha estado  siempre en la cabeza». Y esto le hace temer un nefasto influjo atávico. Por eso se pregunta receloso «si de nosotros mismos triunfaremos». 

Todo el embolismo político «en que nos ha envuelto la torpeza petulante de nuestros mandarines, tiene dos fuentes manantiales: errores de legislación, y yerros de gobierno; aquellos piden corrección severa, y estos ejemplar y ejecutivo castigo». 

¿Qué remedio encuentra Gallardo a tanta desdicha? ¿Qué medidas propone para el futuro? ¿De qué manera cree posible la regeneración de España? Olvidando el pasado y ensayando toda fórmula de progreso acoplada a las circunstancias, pero sin ridículos temores; con arrojo y decisión; pensemos, recapacitemos sobre ella antes de adoptarla, pero cuando el convencimiento de su utilidad nos fortalezca, lanzémosla. La limitación de nuestra inteligencia hácela factible de error, más no por esto dejemos de ejercitarla, buscando las más acertadas medidas para orientarnos hacia un porvenir brillante. «Cumpliríamos bien con el fin para que fuimos creados, si por no errar nos condenásemos a no pensar, viviendo como brutos; y por no tropezar, nos abandonásemos a un absoluto quietismo, vegetando como troncos! ».
 
El sufrir no siempre dimana de una estúpida insensibilidad: «no yace el pueblo español en tan triste estado de postración e indolencia. Nuestro pueblo siente sus males (y sus fuerzas); no se confunda la inacción con la impotencia: la resignación prudente con la paciencia servil». España, «está muy lejos de aquel letargo mortal de los pueblos esclavos que revolviéndose en el lecho del dolor, hacen almohadas de sus propias cadenas». 

Pero aunque exista este retal de fuerza, sin norte político de eficacia casi nula será; que aquí «el soplo del favor lo mueve todo y el favor no tiene punto fijo». «Contra el semisaber de los sabidillos vocingleros, busquemos la sensatez de los buenos sabedores: la integridad de toda prueba contra la venalidad; la constancia y 1a firmeza contra la veleidad política; la catoniana austeridad contra la molicie cortesana, el valor cívico contra el frío y cobarde egoísmo». 

Para corregirla, «simplifiquemos el mecanismo de la máquina política, equilibrando debidamente los poderes del estado»; «exijamos la responsabilidad ministerial». «La responsabilidad es el alma del gobierno representativo: sin ella un edificio social de esta especie, es una bóveda sin clave, que está siempre amenazando ruina sobre las cabezas de los que cobija: un gobierno representivo sin la responsabilidad ministerial, es el más absoluto y tiránico de los gobiernos». Mas, aparte de estas líneas generales de conducta, Gallardo posee todo un programa: el programa de los republicanos del año cuarenta, que sancionó en su totalidad como miembro de la junta directora del partido. Helo aquí: 
«Supresión del trono. 
Gobierno de la nación por una junta central compuesta de un representante par provincia. 
Reducción del presupuesto de gastos a 600 millones de reales. 
Supresión de las rentas estancadas y de todas las contribuciones indirectas: reducción del máximo de los sueldos a 40.000 reales y aumento del mínimo a 6.000. 
Abolición de las quintas y las matrículas de mar. 
Inamovilidad judicial (Que tanto agradaba a Larra) y establecimiento del jurado. 
Instrucción primaria, universal, gratuita y obligatoria. 
Libertad religiosa, de imprenta, de reunión y de asociación. 
Reparto a los jornaleros de las tierras del Estado.» 

Este programa podría implantarse teniendo en el confianza plena, y aguardando el momento oportuno: que «el antiguo edificio romanescogótico-moruno de las preocupaciones, caerá». ¿Pero y si esto no sucede? «Y si el influjo maléfico que inficcionó el espíritu de España hace más de cuatro siglos, ahoga este impulso regenerador? ¡Ah! si esto acontece—afirma Gallardo—«yo, que no soy ningún Jeremías, ni ningún P. Véritas, profetizo (y séame testigo el universo mundo) que indefectiblemente sucederá lo contrario. Pero entonces toda la sangre derramada desde el cruento Dos de Mayo, lejos de servir para nuestra redención, no servirá más que para nuestra condenación eterna». 

(I) Con la vuelta de Fernando VII y 1a implantación del régimen absolutista, comienza la persecución del Diccionario y sus poseedores. Hasta qué extremo llegó la Inquisición en este respecto, puede verse en el Apéndice C. donde figuran dos curiosos procesos, cuya nota debo a la amabilidad de mi querido amigo y maestro don Francisco Rodríguez Marín.
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